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Archive for the ‘Viajes’ Category

Recorrí el Camino de Santiago desde Puente la Reina (Pamplona) hasta los pies de la catedral entre los veranos de 2008 y 2010. Ya he contado aquí algunas experiencias de la primera parte del Camino y de la que realicé, ya hasta Santiago, en 2010. De ambas, me ha quedado la nostalgia de echar de menos cuando llega el verano el polvo y el silencio del campo. Una soledad árida que no me resultaba ni mucho menos nueva, que para eso una es de la ancha Castilla, con sus veranos en los que no se pone el sol hasta muy tarde. La primera vez caminé 20 días seguidos, la segunda sólo necesite la mitad para llegar a la última estación. Ambas partes fueron diferentes, pero las disfruté inmensamente y sigo haciéndolo cada vez que evoco las imágenes y sensaciones que se agolpaban a cada paso.

La dureza de Tierra de Campos se hace liviana cuando te falta el aliento en la subida a O’cebreiro. La incomodidad de las inmensas naves de literas de los primeros albergues, se añora cuando tienes que dormir al raso, con la niebla cayendo hasta el suelo y el frío de la amanecida del alto de O´Cebreiro. Encontrar un colchón y un hueco en el suelo de la cocina de un albergue se convierte, a partir de ahí, en la gran suerte del día. Si por Navarra, La Rioja o Castilla apenas tienes más preocupación que cuidar bien los pies, en Galicia con el aluvión de peregrinos que se suman a los últimos kilómetros, encontrar techo es cada día un imposible.

Después de 700 kilómetros, las zapatillas del Camino puedan dar por cumplido el servicio para el que las estrené, pero no por eso me decido a deshacerme de ellas. Ni mucho menos del bastón, capaz de resistir aún muchas etapas, ni dejo de mirar con simpatía la mochila, que a ratos cargué con tanto esfuerzo. Mi memorial del Camino está jalonado de tesoros, como las fotos que fui recogiendo para conservar fresca la vista de los campos, los pueblos, el paisanaje. Y, sobre todo, las historias y los compañeros, algunos efímeros, con los que caminé o hice un descanso.

Cuando vuelve el verano me recorre la inquietud por volver al Camino. Es muy probable que lo haga un verano de estos. A quien lo esté pensando, le recomendaría echar un vistazo a esta guía, muy completa, e infinitamente más práctica que los libros. Esos conviene leerlos antes y dejarlos en la estantería de casa, porque en la caminata cualquier ahorro de carga se agradece.

El Camino de Santiago ofrece la oportunidad para una gran experiencia de introspección personal, pero no es una proeza. El esfuerzo resulta asequible con una mínima condición física y se puede graduar según la resistencia de cada uno, ya que, en ningún caso, se dede tomar como una competición.

Un gran ejemplo de este ‘espíritu del Camino‘ lo está dando el periodista Guillermo Nagore, que el 4 de abril emprendió en Finisterre un viaje que, paso a paso, le llevará hasta Jerusalén: 7.050 kilómetros a pie para pedir una política de estado sobre el Alzheimer. Un hermoso proyecto de CEAFA (Confederación Española de Asociaciones de Familiares de Personas con Alzheimer y otras demencias) lleno de vitalidad y cargado de razones. Guillermo va contando el día a día de esta aventura en un blog colaborativo (La memoria es el camino) y en las redes sociales. Seguirla es todo un privilegio. ¡Buen camino, compañero!

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Viajé a Siria en agosto de 2004. Aquel verano descubría el té y el calor de verdad. Las temperaturas que había padecido en los mediodías tórridos del agosto castellano resultaban plácidas al lado del calor que caía a plomo en las largas horas de sol. Guardo un vívido recuerdo de cada viaje, desde la soledad del Camino de Santiago al impacto de los rascacielos de Manhattan. Pero aquel tuvo algo de iniciático y lo tengo reservado en un lugar muy cálido del corazón y fresco en la memoria. Ha habido más, pero tuve entonces el primer encuentro con el mundo árabe, un flechazo. De cada lugar que recorres te llevas siempre una impresión predominante, que a veces cuentas y a veces guardas como algo intimo. De Siria me quedó la gente, cercana y afable, casi conocida.

Tan emparentada con el Toledo más universal y más familiar también, la gente de Damasco quedaba, como la propia ciudad, muy próxima. Igual que la de Alepo, Homs o esa maravilla que es Palmira, donde el atardecer tiene toda la espectacularidad que sólo puede ofrecer el sol sobre el desierto. Hace muchos meses que vengo evocando esos recuerdos, que he vuelto después a vivir con la lectura de ‘Viaje a la luz del Cham, de Rosa Regás, un retrato fiel de lo que yo misma pude conocer en aquel viaje. De las grandes ciudades como Alepo o Damasco, a pueblos escondidos como Malula, de mayoría cristiana y en el que todavía se habla el arameo.

En Siria, como en otros países árabes, se palpa -se palpaba, quizás- lo que reconocemos como forma de vida mediterránea: calles inmensamente vivas, carácteres abiertos y un alto grado de sociabilidad. A todo ello habría que añadirle la hospitalidad, característica muy acentuada en el sirio, que acoge con calor y amabilidad a los visitantes. Y no se trata de una idealización, sino de una sensación fresca, aunque sea unos años después.

Pienso en ello mientras sigo las inquietantes noticias que desde hace meses se suceden sobre la situación interna del país. Recuerdo los retratos de Al Asad que cuelgan de los coches, en los hoteles y en múltiples lugares, sólo superados por la veneración con que en la vecina Jordania se homenajea al rey y a su esposa. Las noticias de Siria, inquietantes a diario, recuerdan también el enorme papel que juega el periodismo en estos frentes, en los que el poder de la fuerza sustituyen a las formas legítimas de gobierno. El testimonio de la situación interna transmitida por corresponsales como Javier Espinosa, del diario El Mundo, o Enric González, de El País, supone una enorme contribución a la causa de intentar explicar la larga primavera de Siria que no acaba de brotar, en el contexto del mundo árabe.

Seguir su trabajo y el de otros muchos puede ser una contribución modesta, pero válida para adelantar el fin de cualquier régimen y de la injusticia. Siempre enemigos de la razón:

Cuanta más historia siria leo, más paralelismos veo entre esta revuelta y la de 1978. Con una diferencia: ésta es porque quieren libertad y la otra era porque no querían el régimen… (Javier Espinosa, entrevistado por Enric González en Jot Down. Recomendable leer la entrevista completa aquí

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El verano es para hacer cosas diferentes, ya lo he dejado dicho por aquí. Entre ellas, se encuentra el miniblog que empecé a principios de agosto y por el que me he prodigado en estas últimas semanas. Se trata de un formato más ligero y, sobre todo, más sencillo de editar, que me ha permitido postear desde el móvil, a pesar de que la cobertura de la red de datos no es mala: es peor. Hace tiempo que utilizo «Desde el iPhone» como una categoría más de este blog. Hasta ahora, me servía para identificar las fotografías tomadas con el teléfono, al que este verano he empezado a sacar partido como escritorio móvil. Escribir con un dedo sobre una pantalla mínima, no resulta el medio óptimo, pero sirve cuando no hay otro. Lo he utilizado para publicar un pequeño diario del Camino de Santiago que he completado en las dos últimas semanas, después de la andadura que inicié en el verano de 2008.

Mientras no he estado aquí, me he dejado ver por «De poca importancia«, el miniblog que he identificado como el hermano pequeño de este Post Secret. Una excursión más del verano y una experiencia muy satisfactoria. Tanto, que quiero que continúe después, porque me encuentro cómoda en ese formato. Aquí dejo el enlace, para quien quiera visitar mi casa de verano y saber qué ando haciendo:

La llegada

El final de una empresa que ha durado dos años y más de setecientos kilómetros está cargado de emociones. He llegado a Santiago temprano, antes de que la ciudad empezara a desbordarse de visitantes y me ha invadido la alegría cuando las torres de la catedral han empezado a asomar entre las calles estrechas. Hasta ayer mismo, no tuve la certeza de que conseguiría llegar, después de mucho esfuerzo, algunas calamidades y un inmenso aprendizaje vital. Santiago como meta es un icono con un fuerte valor simbólico. La verdadera llegada, como el Camino mismo, es, en realidad, interior. (Santiago, 12 agosto 2010)

Catedral de Santiago, desde la plaza del Obradoiro.

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Acabo de leer «Historias de Nueva York«, del periodista Enric González. Me ha gustado tanto o más que la primera vez, pero lo he disfrutado de otra forma, sin tanta urgencia. Cuando sabes donde vas a llegar, dejas de tener prisa, lo que interesa es el puro placer de ir.

Leí «Historias de Nueva York» en el verano de 2007, antes de viajar por primera vez a Manhattan. Me duró una sentada y me causó un subidón, añadido al que ya me provocaba la proximidad del viaje. No fui al bar donde Dylan Thomas se tomó la última copa, ni a probar la mejor carne de la city y lamento no haber retenido lugares que ahora me parecen altamente recomendables. No seguí ninguna de las huellas que había dejado marcadas el autor, pero en cambio me quedé con su pasión por la ciudad y me empapé de su magistral forma de contagiarla.

El libro es una crónica escrita en la distancia, con hallazgos personales, sentimientos y recortes de historia, que atrapa como un imán. Me parece periodismo puro. Hace poco el escritor José Saramago describía con entusiasmo la satisfacción que llega a provocar su lectura, sin acertar a encuadrarlo en un género:

La palabra deslumbramiento no es exagerada. Libros sobre ciudades son casi tantos como las estrellas en el cielo, pero, por lo que conozco, ninguno es como éste. Creía que conocía satisfactoriamente Manhattan y sus alrededores, pero la dimensión de mi equivocación se manifestó clara en las primeras páginas del libro. Pocas lecturas me han dado tanto placer en estos últimos años. (Del Cuaderno de Saramago)

Después de leerlo, lPortada de Historias de Nueva York, de Enric González. RBA, 2006o presté y acabé por regalarlo. A algunos libros hay que dejarlos volar, porque merecen mejor destino. Éste ganó mucho con la mudanza. Hace algunas semanas volví a comprarlo para leerlo a poquitos, condurándolo, y de momento se quedará en casa, a mano.

Enric González ha sido lo que tantos periodistas hemos soñado alguna vez, corresponsal internacional. En Londres, París, Nueva York, Washington y Roma, por este orden, y ha escrito tres libros: «Historias de Londres», «Historias de Nueva York» e «Historias del calcio». En una profesión y un tiempo faltos de referentes éticos, me parece que él lo es, cada día desde esas columnillas de la sección de televisión de El País, su periódico, que busco como la recompensa a tanta inanidad. Disfruto leyéndole, porque me recuerda el valor de la palabra, de cada palabra, y por la envidia que me provoca su maestría para enhebrarlas.

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Nueva York se conoce sin necesidad de poner el pie en Times Square y al volver, se siente el mismo impacto de la primera vez. Dos años después, he disfrutado lugares comunes, que ya lo eran antes de haberlos materializado. No sé contar cuántas veces antes y después de hacerlo he visto la ciudad iluminada desde las alturas del Empire, ni el ‘zoom’ de la panorámica desde el ferry de Staten Island, o he experimentado la explosión vital del puente de Brooklyn o  Central Park, que parecen repletos de extras dispuestos para la próxima superproducción. Después del primer viaje esos escenarios quedaron como mi catálogo favorito de tópicos neoyorquinos, con los que no he descubierto la pólvora, pero he sentido el pulso de esa ciudad única. Luego lo he encontrado con más calma en las tardes de la Quinta y de cualquiera de las grandes avenidas, en los mediodías de Bryan Park o en las noches de Greenwich Village. Todo eso y mucho más ha quedado asociado a una expresión que he escuchado como una letanía inyectada en adrenalina, en las idas y venidas por Manhattan y que es ya permanente evocación de la ciudad: «¡Qué pasada, qué pasada, qué pasada!».

Entre tantas sensaciones me decido por una muy personal, uno de esos hallazgos en apariencia casuales. Hablo de un barrio, Morningside, en Harlem y de un parquecillo. Esa mañana lloviznaba bajo un cielo plomizo y una humedad pegajosa. Llegamos buscando una iglesia de la que acabamos desistiendo, en beneficio de una pequeña, de las que no aparecen en las recomendaciones, pero que resultó un hallazgo emocionante. Antes de eso fuimos en metro, caminamos, tomamos un taxi y otra vez perdidos después de pasar por la Universidad de Columbia aparecimos delante de Morningside Park. De esa forma se descubre que hay lugares que existen más allá de los cuentos. Apenas se veía gente, pero de un momento a otro esperaba que apareciera la abuela de «Caperucita en Manhattan», con aquel vestido de seda verde que la niña Sara Allen asociaba a las grandes ocasiones.

No sabría decir si es una novela corta o un cuento largo, pero sí que sobre esa obra de Carmen Martín Gaite, recién releída esos días, se ha construido en buena parte mi geografía de Nueva York. De forma inesperada me encontraba atravesando el barrio y el parque por el que en el relato planeaba la sombra de los crímenes siniestros del vampiro del Bronx. Como Sara, la protagonista de «Caperucita en Manhattan», también llevo incorporado aquel espacio a mi  Nueva York particular:

Sus primeras fantasías infantiles se habían tejido en torno a aquel nombre -Morningside-, que le parecía maravilloso por el sonido que tenía al decirlo, como de aleteo de pájaros, y también, claro, porque significaba «al lado de la mañana», que es cosa muy bonita (…)

Había iniciado el viaje soñando rozar el cielo, como en «Tu y yo», y en el equipaje de vuelta me traía la dulce sensación de haber estado además al lado de la mañana. De haberme colado en un cuento.

Morningside Park, 25 de agosto de 2009

Morningside Park, 23 de agosto de 2009

No es intencionado que esta entrada con Nueva York de protagonista se publique el 11-S, pero he leído que justo hoy se cumplen 400 años del descubrimiento de la isla de Manhattan y me gusta esa coincidencia. Yo la he descubierto bastante después de esa fecha y me queda la convicción de que seguiré haciéndolo muchas veces. Mucho de este segundo descubrimiento se lo debo a la cicerone mayor del trío expedicionario, Natalia, por su inagotable mundología neoyorquina y por esa manera suya tan contagiosa de disfrutar de cada momento. Sin Alberto, el tercero en concordia e intérprete no oficial del grupo, habríamos tenido mucho más difícil llegar ni a la vuelta de la esquina ni a las cervezas más fresquitas de la city, aunque hablando de descubrimientos su buen humor queda entre los memorables.

En el Empire, después de rozar el cielo.

En el Empire, después de rozar el cielo.

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Me gusta preparar con mimo los viajes. He aprendido que se quedan entre las experiencias más valiosas que se van sumando y más duraderas. Empiezan mucho antes de echar a rodar o a volar y luego no se olvidan, por eso cuanto más mundo se recorre más ganas quedan de seguir conociéndolo.

Estos días ando enredada en  los preparativos de un viaje ya inminente: Nueva York. Será mi segundo viaje a Estados Unidos y el primero ya tuvo parada en NYC, un signo, me temo, de que empiezo a hacerme mayor, porque si bien he quedado convidada para repetir la mayoría de mis destinos, hasta ahora no había tenido ocasión de hacerlo. Una forma de prepararlo es convencional y coincide con la de cualquier otro viaje. Incluye horas, nunca se sabe decir cuantas, en internet, el repaso a las guías que me siguen pareciendo imprescindibles y la puesta en común con los compañeros de viaje, con la que se empieza a disfrutar a fondo de la experiencia sin necesidad de poner el pie en ningún aeropuerto.

Como además Nueva York es un destino tópico y al mismo tiempo muy personal porque ofrece infinidad de posibilidades, he recopilado los «para no perderse» que he podido de otros visitantes. Veremos lo que da de sí el tiempo, pero no es frecuente encontrar tantas y tan entusiastas recomendaciones y en mi caso se trata de la primera vez que las recopilo con intención de aprovechar la experiencia ajena, más allá de la anécdota.

Por último, en mis preparativos para viajar a Nueva York también dispongo de un menú propio, que ya utilicé en la primera ocasión. Además de proveerme de un buen calzado, mi entrenamiento particular incluye:

  1. Ver al menos una vez la película «Manhattan«, de Woody Allen. Cualquier excusa es buena para volver a disfrutar de un clásico; en este caso la fotografía justifica por sí sola la reincidencia. Tan potente que después de estar allí, conservo recuerdos de Nueva York en blanco y negro.
  2. Releer «Caperucita en Manhattan«, de Carmen Martín Gaite. Que esté entre mis escritoras de cabecera tiene que ver, que la historia sea una delicia importa, pero cuenta sobre todo la particular forma de refrescar el mapa de NYC.
  3. Hay muchos clásicos y modernos para escoger. En cuestión de libros se han tocado todos los géneros, pero me quedo con una pieza periodística, «Historias de Nueva York«, del maestro Enric González, con el que esta vez no me he atrevido, me digo que por tiempo, pero quizás sea por no sentir la frustración de enfrentarme a un texto difícil de igualar, con el que he disfrutado como raras veces. Lo dejo pendiente para la vuelta. En cine, «Descalzos por el parque» y «Desayuno en Tiffany’s» son un par de buenos ejemplos que merecen la pena. Además de «Manhattan», mi otra imprescindible, en cambio, es «Tu y yo» y el momento en el que la pareja protagonista escoge un lugar para volver a encontrarse seis meses después. Tratándose de Manhattan tenía que ser el Empire State Building y el guionista dejó que Deborah Kerr nos ofreciera una razón inolvidable: es el lugar de Nueva York que queda más cerca del cielo.
Cartel original de "Tu y yo"

Cartel original de "Tu y yo"

Gracias a los colegas de Twitter por las recomendaciones y en particular a Rafael Gil , por el ‘feedback’, y a Pablo Herreros por su cordialidad y por su tiempo. Y al resto, porque, sin saberlo, entre todos han compuesto una guía de viaje muy especial. ¡Me voy a rozar el cielo!

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Se sorprenden este verano en La Mancha de la abundancia de las lagunas de Ruidera, uno de esos parajes esplendorosos que se esconde entre las llanuras secas de Castilla. Dicen quienes bien conocen sus rincones, que hace años que no corrían con tanta alegría las cascadas y que los verdes contrastes de cada laguna no brillaban tanto. Para los que apenas hemos tenido la oportunidad de alguna visita casual, Ruidera ya resultaba otros veranos una postal.

La mayor diferencia que le encuentro este año es el contraste. Qué envidia la alegre vitalidad del Guadiana y la limpieza de sus aguas. Y qué envidia, sana o de la otra, la abundancia de playas y de bañistas y el cálculo a ojo del movimiento que harán durante estas semanas las cajas registradoras de los negocios que viven de las lagunas, mientras por Talavera o por Toledo apenas sobrevive una secuela del Tajo, se empieza a perder la memoria de lo que ha sido el Alberche y la estampa del Tiétar, agotado y seco, parece un mal sueño.

Cuando se reivindican ríos vivos no se está apelando en exclusiva a valores medioambientales y a intereses paisajísticos. El agua es futuro y riqueza y allí donde se roba un río todo ello va incluido en el botín. El contraste entre el esplendor que asoma este verano en el alto Guadiana y la miseria residual del Tajo puede ser una representación gráfica. Pero para entenderlo bien la mejor imagen está desde hace un mes en las garrafas de cinco litros que se están repartiendo entre los vecinos de los pueblos de la Campana de Oropesa. Sólo en los que integran la mancomunidad, hay más de 10.000 afectados por lo que en términos de corrección política se denominaría déficit de gestión de los recursos hídricos. En castellano de la calle, los vecinos de la Campana están pagando el eterno trasvase y una planificación en la que los territorios de la cuenca y quienes los habitan carecen del derecho preferente y de cualquier otro sobre los ríos que los surcan. O le ponemos remedio o este es el futuro que nos toca. O mejor dicho, el que nos roban.

El Hundimiento, en Ruidera (Ciudad Real). Agosto de 2009

El Hundimiento, en Ruidera (Ciudad Real). Agosto de 2009

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Llegué a Atapuerca después de una etapa larga y hermosa por los Montes de Oca burgaleses. En San Juan de Ortega había comido un bocadillo que me supo a gloria e incluso solté la mochila debajo de una encina y descansé un rato, envuelta en una brisa agradable que despedía el mediodía. Después de una semana de Camino, por primera vez, decidí que la jornada se alargara por la tarde. Cuando llegué al albergue me obsequié por tres euros una lavadora, demasiado grande para mi escueto ajuar de dos mudas justas y la compartí con dos compañeras con las que volvía a repetir hospedaje. Lo celebramos como lo que era: un lujo.

Lo conservo todo fresco en la memoria y sólo necesito de guía la Credencial del Peregrino, con el sello y la fecha de cada uno de los albergues por los que fui pasando. La guardo como un tesoro y ahora me permite recordar en qué punto del Camino de Santiago francés estaba hoy hace justo un año. Había salido de Talavera el día 10 muy temprano, camino de Pamplona, para llegar, de autobús en autobús, a Puente la Reina. Allí, el Refugio de los Padres Reparadores fue mi primer contacto con el universo peregrino en el que me sumergí durante las semanas siguientes. No sería exacto decir que me dejé una parte de mí. Un año después, conservo la nostalgia de una experiencia profunda y el espíritu que me fue impregnando en cada paso del peregrinaje.

Atravesé Navarra, La Rioja y recorrí Castilla desde Burgos hasta León; luego me faltaron días para llegar a Galicia. El 30 de agosto, con lágrimas, y después de una preciosa noche de despedida en el albergue San Nicolás de Flue, en Ponferrada, emprendí la vuelta a casa. Choca la sensación de despegarte de la mochila y ver desde la ventanilla a los compañeros de viaje en el Castillo de los Templarios, cuando ya no tienes que seguir caminando.

Entre Puente la Reina (Pamplona) y Ponferrada (León) caminé 477 kilómetros oficiales. En ese recuento no entran los trayectos que anduve perdida y tuve que desandar, como en Sahagún, cuando el despiste de una flecha orillada me costó varias horas extra; ni los caminos eternos a pleno sol, por el calor y por los guijarros que se clavan o por las piedras que machacan los tobillos, como los 17 kilómetros de desierto que siguen a Carrión de los Condes, uno de los tramos más temidos por los peregrinos. O cuestas que ahogan, como la de Castrojeriz, o las trochas agotadoras de El Bierzo.

Pero lo que nunca se podría encerrar en un mapa son las sensaciones, los retos, los encuentros. La experiencia del Camino de Santiago no se puede dibujar más que en un mapa interior, con trazos anchos y hondos. No la llevo conmigo, porque está en mí, casi desde que veía con envidia a los peregrinos pasar el puente en Logroño, parar ante la catedral en Burgos o abandonar las mochilas en la entrada del Obradoiro, en Santiago.

Amanecer en la Cruz de Ferro (Foncebadón, 29 de agosto de 2008)

Amanecer en la Cruz de Ferro (Foncebadón, 29 de agosto de 2008)

Al salir del albergue enlazo la mano con Denis. Es el último saludo, la despedida. Nos sonreímos y nos damos los buenos días.

Luego doy una vuelta por el casco antiguo de Ponferrada. Las ciudades cambian con la luz y con la actividad. Está bien así, con las primeras luces de la mañana, casi todo cerrado y apenas sin gente por la calle. Me sorprende la Basílica de la Virgen de la Encina, patrona de Ponferrada y de El Bierzo, llena a las ocho de la mañana. Están casi de fiestas y hay misa.

Me decido por ir en taxi a la Estación de Autobús, coge retirada. Pero antes le pido al taxista que pase por el Castillo de los Templarios y veo rezagados a los últimos peregrinos, los tres muchachos que hicieron piña en Estella y la chica alemana que se les unió después.

En la Estación, intercambio un saludo y un gesto cómplice, de pesar, con dos peregrinas que esperan con destino a alguna parte. Otra vez se me hace un nudo de emoción y se me agolpan las lágrimas. La peregrina inicia la vuelta a casa.

(De mi Diario del Camino. Ponferrada, 30 de agosto de 2008)

Mi credencial de peregrino

Mi credencial del peregrino


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