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Posts Tagged ‘Osaca’

Hay un día en el año en el que el kilómetro cero se convierte realmente en un punto de encuentro en torno a un reloj. Será mañana, al filo de la medianoche, quizás junto a un tipo ataviado con una anacrónica capa y una sonrisa forzada y con un aperitivo de doce uvas recontadas, que pueden traer dos cosas: o esa suerte volandera que no se deja alcanzar o el mucho más accesible atragantamiento de todos los años.

Mañana, en efecto, disfrutaremos de la Nochevieja, despediremos el año que se pasó sin sentirlo aunque en las cuestas arriba se estiró hasta la eternidad y tiraremos el calendario con la alegría de quien está convencido de que tiene para rato. Casi siempre, la despedida del año deja regusto, claro, a nostalgia. En mi memoria infantil huele a lumbre en los inviernos gélidos de la meseta de mi tierra y a cabrito guisado, y a mi padre rascando la botella de anís. A olores, sabores y sonidos que quedan sólo en el disco duro de los recuerdos, porque ha dejado de helar antes de la madrugada y casi también después, y los manjares de antes se han sustituido por una saciedad insípida y a mi padre le puede la pereza de los años.

Esas navidades son parte de unos recuerdos en los que, sin embargo, predomina un nombre propio. La despedida del año me evoca sin remedio al Madrid de siempre, no a la urbe cosmopolita de las guías de viaje que apenas se reconoce, sino al del barrio a tiro de piedra de la Plaza Mayor, en la que los colores y la juerga se han confundido siempre con los acentos sin eses, sin erres y plagados de zetas, mucho antes de que Zapatero se empeñara en imponerlos como una moda.

Hace pocos días un artista de los que campan por el eterno Madrid me mata, me comentaba que la capital ha recuperado el pulso y su latido apunta hoy hacia la ebullición de la Barcelona pre 92, que a tantos admiró. Más humilde y menos dada a los engreimientos, Madrid es una ciudad que se supera a sí misma, para muchos camuflada detrás de los luminosos de la calle Preciados y similares. Es, desde luego, mucho más que cualquier gran almacén o macro centro comercial y encierra la grandeza que siempre se le ha reconocido de otorgar la nacionalidad madrileña a cuantos se prestan a asumirla.

Más allá del manido, pero aburridamente real recurso de las obras eternas; de las colas sin razón y de las prisas, Madrid sobrevive como un placer para paladear sin prisas, igual que los bocadillos de calamares y las patatas bravas a las que ni el mejor gourmet debe resistirse.

Cuando mañana miren de frente el reloj de la Puerta del Sol, piensen en su próximo viaje interior. Y en que quizás Nueva York, Londres o Shangai pillen un poco a trasmano del bolsillo, mientras que hay una gran ciudad que está a la vuelta de la esquina y encierra la promesa de una luz tan especial como diverso resulta el paisanaje que la puebla. Y encima, desde el salón familiar el plano fijo de Sol al filo de la medianoche del año nuevo tampoco es tan diferente de Times Square. Que al final la tele acaba por democratizarlo todo.

La Puerta del Sol de Madrid, durante la Cow Parade.

«Año Nuevo en Madrid» lo publiqué el 30 de diciembre de 2007 en la revista Osaca. Es un conato de declaración del inmenso amor que me provoca Madrid. Algún día me gustaría dedicar un libro a los lugares que me han robado el corazón y muchas de sus páginas se las tendría que dedicar a Madrid.

Esta foto de la Puerta del Sol la hice a finales del invierno pasado, durante uno de esos momentos que hacen la ciudad aún más especial: la Cow Parade. A lo mejor no parece muy navideña, pero en cambio resulta del todo madrileña.

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Hubo un tiempo en que no me gustaban los domingos. En parte porque venían con un sonido que detesto: el fútbol. Me molesta profundamente el cántico de goles, ocasiones fallidas y la forma de jalear a los equipos. Conseguí superar ese tiempo sin saber lo que es un córner, ni una falta, ni nada relacionado con el balón y mantengo mi aspiración a no enterarme nunca, pero me quedó la aversión por el soniquete de las retransmisiones del domingo por la tarde. Y por un programa de radio en concreto que no voy a nombrar, porque asumo que no tiene la culpa, pero del que sigo huyendo si alguna vez me pilla despistada.

Sin embargo, entiendo bien a los aficionados que siguen el fútbol con el volumen de la televisión bajado, mientras lo escuchan por la radio. Porque adoro la radio. En cada estancia de mi casa hay por lo menos una y por las mañanas acostumbro a conectar todas las que me encuentro. Pocas, porque no vivo precisamente en el chalé de la Preysler,  pero cuando llego a la cocina ya resuenan por casa tres o cuatro diferentes.

La escucho a diario, por las mañanas sobre todo, pero la radio me sigue sabiendo a domingo. A los de ahora, que he aprendido a saborear como un tiempo propio y escaso.  Uno de mis lujos dominicales consiste en escuchar a Montse Domínguez y su “A vivir que son dos días”. Es de esas periodistas que me transmite honradez y credibilidad, de la misma forma que hay voces que me inducen a la desconfianza. Si el próximo fin de semana pongo su programa y escucho a Montse Domínguez contar que una nave espacial acaba de tomar tierra en mitad de la Gran Vía, empezaré a creer en los extraterrestres.

Ese grado de confianza y fiabilidad sólo lo encuentro en la radio y en las páginas de los periódicos. En la televisión todo me parece menos verdad, porque por mucho que lo esté viendo, no consigo despegarme de ese aire cada vez más acentuado de espectáculo que tienen las noticias y, sobre todo, los directos. De internet, ni hablo; es cosa aparte.

A mí la radio me suena a certidumbre, a actualidad y a cercanía. Y me gustaría que se pudiera escuchar a los oyentes, cada vez más desplazados por los correos electrónicos y los mensajes en los foros. Sus voces son también las de la verdad.

(Publicado en la revista Osaca el 28 de junio de 2009)

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