El vicio de la lectura me ha atrapado desde pequeña. Recuerdo haber empleado mucho tiempo de mi adolescencia en descubrir el mundo a través de las páginas de cuantos libros caían en mis manos y haber releído varias veces mis favoritos de la modesta biblioteca familiar que empezaban a formar mis hermanos. Creo que no tenía diez años cuando tuve el primer libro propio. Era el primero que estrenaba, porque antes había disfrutado con mis hermanas de la propiedad colectiva de algunos libros infantiles y de algunos que aparecían por casa como náufragos de vete a saber qué olvidos. Una mañana de Reyes me desperté con «Platero y yo» en los zapatos y muchos años después todavía lo deshojo de cuando en cuando. Todo lo que he leído después no me ha hecho olvidar las ilustraciones mínimas de aquella edición (Editores Mexicanos Reunidos. México, 1974), las letras irregulares de los tipos de plomo y la portada del burrito, para siempre azul en mi memoria.
Aquel libro es un pequeño tesoro al que el tiempo ha sido sumando muchos más. Hace pocas horas del último, uno de esos que se paladean despacito, apreciando cada frase, cada descripción, cada sentimiento atrapado… Los gustos literarios van cambiando con los años, pero las sensaciones permanecen similares, en un embrujo que cada vez se vuelve más difícil de atrapar. Cuando alcanza a experimentarse la lectura como una parte más de la propia realidad; cuando entre las páginas se encuentran formas de perfección; cuando la compañía de un libro es más verdad que otras que se rozan a diario, entonces, se hace el milagro de la literatura.
Lectora voraz durante la mayoría de las etapas de mi vida, he tenido la suerte de haber conocido en múltiples ocasiones todas esas sensaciones y son muchos los libros que evoco mientras lo pienso. Pero manda el último, en edición modesta, de bolsillo, de las que compro para viajar ligera de equipaje. En el caos de mi biblioteca, que empieza a resultar tan respetable como los años que he tardado en reunirla, mandan esos libros menudos, que me acompañan en las idas y venidas, pensados para leer con descuido. Los volúmenes gruesos con sus tapas de cartón se suelen quedar en casa, esperando ese hueco menos frecuente que me permitirá también acariciarlos.
Pensaba que no, pero llega un momento en el que empieza a remitir ese afán coleccionista que tan a menudo se asocia a los libros. Los espacios vacíos, livianos, se valoran más que el objeto que los ocupa y te desprendes con relativa facilidad de lo que ayer te parecía imprescindible. Con la biblioteca no me ha pasado todavía, pero presiento que falta poco.
De momento, el último libro que he comprado ha sido uno muy breve, ‘Indignaos‘ de Stéphane Hessel, que espera como siguiente lectura. A su lado, ocupando también un lugar mínimo, descansa sobre el escritorio otro hallazgo, que sospecho que me va a acompañar durante largos ratos de lectura. Se trata de un dispositivo electrónico, que pierde algo ese de romanticismo que aún tiene mi «Platero y yo» y que casi ha desaparecido de esas ediciones perfectamente frías que abundan en las librerías. Soy capaz de recordar muchas historias, innumerables paisajes y muchos menos tactos y cubiertas. Lo que importa, a la postre, es la experiencia de la lectura, con sus descubrimientos y la forma de sentirlos, para mi gusto muy por encima del libro como objeto fetiche.
Mi primer libro y el nuevo e-book.
Buscando un enlace de ‘Indignaos’ descubro en Internet la edición en digital. De haberlo hecho antes, me habría ahorrado la compra.