Me causan una impresión contradictoria. El atractivo es enorme y el rechazo natural. Las inocentadas son una tradición que nunca me ha convencido como periodista, a la que sin embargo rara vez me he podido resistir. No me convence porque un periódico comparten con el lector unos códigos que llevan implícitos la veracidad de lo que se publica, y porque no deberían dejar de respetarse, al menos de forma consciente. Hay medios, pocos, que lo practican hasta el extremo y otros, la mayoría, que siguen una tradición que se ha multiplicado con las nuevas tecnologías.
Los periodistas nos divertimos con las bromas, por la misma razón que nos tomamos muy en serio cada información, por mínima que sea. Ese es el irresistible atractivo de las inocentadas, que nos permiten saltarnos todas las normas, porque responden a una sola, muy básica: que la trampa se deje ver de lejos. Es cierto que la actualidad ofrece noticias veraces tan increíbles que valdrían para el 28 de diciembre, pero para que una inocentada lo sea de verdad debe resultar una broma fácil, que se deshaga sola. He de reconocer que en la redacción cada año nos divertimos pensando y puliendo la inocentada, supongo que unas veces con más fortuna que otras, pero siempre con humor blanco. Creo recordar que en alguna ocasión la realidad ha acabado por aproximarse mucho a lo inventado. Aquí dejo la de este año, con el deseo de que sea una de esas veces y el reconocimiento a la inspiración que nos ha venido del jefe de la oposición, Gonzalo Lago. Él propuso primero lo de Coldplay.
Entre la infinidad de bromas que circulan hoy por la red, me ha gustado ésta, muy tentadora: